dissabte, 17 de març del 2018

Para eso están los amigos

PARA ESO ESTÁN LOS AMIGOS


Cuando Daniel entró en el pub casi pude leerlo todo en su mirada. Nos conocemos hace tanto tiempo que difícilmente se me escapa nada de lo que le pasa. Había quedado con Julie para celebrar el último Saint Patricks day antes de su partida, y aunque dudó durante algunos instantes cuando se lo propuse, aceptó finalmente la invitación. Después de tantos años, nuestro triángulo estaba a punto de romperse. Por eso, y para intentar que las aguas volvieran a su cauce, por lo menos durante una noche, pensé que lo mejor era interceder entre los dos y convencerlos para celebrar a costa de Saint Patrick (si él lo supiera...) un último y definitivo encuentro,  porque para eso están los amigos. Conocía todos y cada uno de los problemas que habían existido entre los dos, sus viejas rencillas, sus penas y sus alegrías, sus miserias y grandezas. La vida nos había unido a los tres en la escuela y después de tantos años nos iba a separar en la misma barra que un día fue testigo de sus primeros besos y caricias. Daniel me saludó efusivamente cuando le serví la primera cerveza de la velada. Acercaba el vaso a su boca cuando apareció Julie, y aunque intentó dominar su pulso, nada pudo hacer para evitar que un pequeño trago de cerveza se escapase, furtivamente, de su boca. Hacía casi tres meses que no se habían visto y todo lo que sabían el uno del otro era gracias a mí. Mientras cogía una servilleta para limpiarse, intentando disimular, Daniel lució su mejor sonrisa ante los ojos de Julie, que nos saludó a los dos al mismo tiempo que me pedía una cerveza. Para no ser menos yo también me uní a ellos y brindamos entre el bullicio general como siempre lo habíamos hecho. La música fluía por todo el local y dificultaba la conversación, por eso decidimos trasladarnos hacia un extremo de la barra. Atrincherados entre vasos y abrigos empezamos a hablar de lo mucho que nos gustaba el ambiente y la atmósfera del pub. Sabían, entre otras cosas, que difícilmente se repetiría una situación de este tipo. Habían decidido emigrar, en parte para escapar cada uno de su propio infierno, hacia tierras lejanas, a Australia Julie y a Canadá Daniel. Les dije que me sentía un poco triste y que esperaba, ante todo, que algún día nos volveríamos a encontrar en mejor situación, aunque no en mejor lugar. Una mueca disfrazada de sonrisa apareció por sus caras y decidí dejarlos solos durante un rato y volver a mis quehaceres detrás del surtidor de cerveza. Después de recuperar mi buen humor ante los clientes, que cantaban y brindaban al compás del piano, los vi hablar acaloradamente, como siempre lo habían hecho. Vi sus vasos vacíos y los llené de nuevo, como quien da la vuelta a un reloj de arena para alargar el tiempo. No me prestaron la más mínima atención, ni cuando propuse un brindis por Saint Patrick, así que me alejé de nuevo y me uní a un grupo de adorables viejecitas que empezaban a cantar sin vergüenza alguna, gracias a unas pintas de cerveza que pedían a gritos volver a estar llenas.  Por un momento pensé en llamarte para saber de ti y recordarte nuestra cita, pero decidí esperar un rato. Tras la tercera cerveza, Julie parecía indignada y Daniel trató de apaciguarla. Nada había cambiado después de tanto tiempo. El uno siempre tan cortés y comedido y la otra tan vulnerable y susceptible, que cualquier comentario fuera de tono, aunque fuese simpático, le indignaba hasta sacarla de sus casillas. Por fortuna, la música y las conversaciones cruzadas entre lagos de cerveza negra amortiguaron aquel inició de motín. Pensé en volver cerca de ellos pero preferí dejar que por una vez fuesen ellos solos los que solucionasen sus diferencias, que no eran pocas. Bastante tenía yo con mis problemas como para acabar mediando entre ellos en una noche que yo quería convertir en mágica, con ellos por un lado y contigo por el otro. El local estaba tan lleno que difícilmente podía avanzar con los vasos en alto para llegar a las últimas mesas que sufrían con desespero una sequía momentánea. Tras una de aquellas expediciones decidí premiarme con un trago corto de mi whisky preferido y me fumé un cigarrillo mientras tatareaba una canción de Van Morrison, aquella que a ti tanto te gusta cantar por las mañanas cuando estamos juntos. Intenté entonces ponerme en contacto contigo pero el teléfono del hospital estaba comunicando, así que decidí volver a primera línea mientras pensaba en lo que íbamos a hacer tú y yo después de cerrar el pub. Conseguí, no sin esfuerzo, llegar hasta el pianista y le pedí casi a gritos que tocase, mientras le llenaba el vaso de whisky, algún tema de los Pogues. Pensé que les gustaría, y como los vi más calmados, me acerqué con disimulo para cantar con ellos “A rainy night in Soho”,  que tantas noches de borrachera nos había acompañado. Era divertido escuchar el acento de Daniel en momentos como aquel, cuando el alcohol hacía aflorar su ascendencia chipriota. Julie soltó una enorme carcajada y sin dudarlo les serví la cuarta cerveza. Por un momento volví al pasado y recordé las largas veladas en casa de Julie, alrededor de su piano y de las botellas de whisky que tan celosamente guardaba su padre. Pero no eran más que recuerdos que regresaban a mi mente y probablemente a las suyas. Daniel levantó su pinta y dijo algo incomprensible en griego, como solía hacer cuando el alcohol sobrepasaba su cordura. Julie trató de levantarse pero estuvo a punto de perder el equilibrio y aterrizó de nuevo en su taburete intentando disimular su estado. Abrió su bolso y empezó a hurgar  con desespero en su interior. Entonces alguien me llamó por mi nombre y los dejé allí hablando. Cuando llegué al otro extremo de la barra, el violinista, completamente ebrio, me pidió una ronda para los músicos, a lo que accedí sin demora. Eran casi las once de la noche y la fiesta entraba en su recta final. Las viejecitas ya no podían cantar, el pianista flirteaba con una graciosa pelirroja y yo me dispuse a tocar la campana, anunciando el fin de la velada. Tuve que tocar con más empeño de lo habitual, y después de mi breve incursión en el mundo de la música, todos los presentes empezaron a pedir la última cerveza. El ambiente estaba tan cargado que tuvimos que abrir un par de ventanas. Daniel se acercó a mí y me pidió la última ronda como quien pide un bis en un concierto. Al acercarme a ellos los vi radiantes y me alegré tanto por ellos, y por qué no decirlo, por mí, que acompañé con unos whiskies aquellas cervezas negras. Yo también empezaba a sentir los efectos de todo lo que había estado bebiendo y por eso no me sorprendí cuando vi que Daniel cogía la mano de Julie y la besaba suavemente, ni cuando Julie acarició su cara y su pelo. Pero lo que sí me sorprendió fueron aquellos extraños posavasos alargados de Aerlingus en los que reposaban sus pintas. Entonces Daniel, con un guiño, me pidió las llaves de mi casa y yo se las di. Por eso, tras adecentar el local y tirar sus pasajes a la basura, he decidido venir a buscarte, para que me lleves a tu casa, porque para eso están los amigos. 

Rafael Jaime i Moreno

12-4-1999

dimecres, 14 de març del 2018

A las barricadas




A LAS BARRICADAS 

Serafín se  levantó tan temprano aquel domingo que se sorprendió de la frenética actividad que bullía por las calles al amanecer, sobre todo en el bar Galaxia, donde los madrugadores y los trasnochadores del barrio coincidían en sus primeros cafés o en sus últimas copas. Se enfundó con algunas dificultades en un jersey de lana roja y un traje de pana negra, anudó sus zapatos, y tras revisar sus bolsillos y meter un sobre blanco en uno de ellos,  se sintió listo para la acción. A sus ochenta y nueve años solía abandonar la calidez de su cama a eso de las diez y media, pero la excitación que le producía la jornada y los recuerdos, lo habían mantenido en vilo toda la noche y por eso ya estaba en la Galaxia a las seis y media. Sólo el perro lo vio salir de casa, abrigado y con la boina calada, pero ni su hija ni su yerno se despertaron. Los años y los achaques habían hecho mella en su salud pero no renunció nunca a sus esporádicas copitas ni a los cigarrillos, que fumaba a escondidas, lo que provocaba la ira de sus hijos y los sermones de su médico de cabecera. Se tomó un cortado mientras ojeaba la portada de La Vanguardia y recordó la primera y  última vez en que acudió a las urnas, en febrero del treinta y seis. Jamás hubiera manoseado aquel periódico entonces, pero ahora ya poco importaba. La televisión mostraba imágenes de las últimas detenciones efectuadas por la policía, Ángel Acebes balbuceaba algo incomprensible ya que tras la barra del bar un molinillo de café ahogaba sus palabras (que alivio) y una voz entrecortada anunciaba el  programa que a partir de las ocho de la noche iría proporcionando los primeros resultados electorales provisionales. Encendió  un pitillo y vio entrar a su nieto, que a su pesar pertenecía al colectivo de los trasnochadores. Y eso al él, que había trabajado tanto y que había luchado por la libertad con el sindicato, en las calles de Barcelona, en los frentes de batalla, en el exilio y en las cárceles, le revolvía a veces el estómago. Pero el chaval, aunque estaba pasando una mala temporada, era buena persona. “¿Que hace aquí tan temprano abuelo?” le preguntó después de besarlo y quitarle furtivamente el paquete de Ducados. Serafín lo miró a los ojos (desorbitados e inflamados por el alcohol y la falta de sueño) y le espetó: “¡Sacarte las castañas del fuego, joder!”. Cipriano se echo atrás sorprendido y le preguntó de que castañas y de que fuego estaba hablando. “Invítame a un carajillo y te lo explico” le dijo mientras tosía levemente. Tras tomarse el carajillo en un sólo un trago y pedir un choreoncillo de Veterano “para limpiar el vaso” empezó a hablar de manera tranquila pero solemne. Había decidido votar por primera vez para fastidiar al tío del bigote y a sus secuaces. Ya no vería una revolución que transformase el mundo, a su edad, pero seguían mandando los hijos y los nietos de los mismos contra los que él había luchado y quería pararles los pies.  A su alrededor se formó un corro variopinto de adolescentes botelloneros y otras tribus, cazadores en traje de revista y ciclistas depilados que escuchaban sus palabras entre cachondeos y silencios expectantes. Serafín no se dio cuenta y siguió hablando, mientras tosía y le mostraba su vaso vacío al camarero, un joven ecuatoriano que parecía el único ausente en medio de aquel anárquico alegato. “Yo estuve en Madrid con Durruti, y más tarde con Cipriano Mera luchando contra los fascistas”. Los ciclistas y los cazadores empezaron a desfilar por la puerta y uno de  ellos se atrevió a decir “No le deis más de beber al viejo” entre risas cómplices de sus compinches. Serafín interrumpió sus palabras y le lanzó una mirada fría y desafiante, y después de indicarle con un dedo su próximo destino pidió un cigarrillo a una de las jóvenes que estaba alrededor. Cipriano, su nieto claro está, nada que ver con Mera, intentó calmarlo y llevárselo a casa pero Serafín no estaba para monsergas. En las caras de aquellos adolescentes (que lo escuchaban con creciente admiración) veía a sus antiguos camaradas, a sus amigos de la calle, a su mujer, a una de sus novias, a sí mismo. Siguió hablando, casi narrando su propia vida y la propia historia, la de aquel verano tiempo atrás en que entre el miedo y el caos brotó, de manera efímera, una ilusión colectiva que recorrió las calles de Barcelona fusil en mano. “Colectivizamos la fábricas, los comercios, las tierras” tosió escandalosamente y añadió “¡Si hasta el hotel Ritz era un comedor popular!” Los teléfonos móviles ardían en las manos de algunos miembros de aquel improvisado auditorio. Unos de los textos decía: “ven a la Galaxia, hay un viejo que explica cosas increíbles. Pásalo.” A las ocho de la mañana el bar empezó a quedarse pequeño. Chaquetas de cuero negro, orejas con diez pendientes, pelos  puntiagudos, ocupas, bicicletas amontonadas en la calle, bocadillos de lomo y de tortilla, cafés con leche, magdalenas, cervezas y carajillos. Un hombre que introduce monedas a destajo en la máquina tragaperras se toma un respiro mientras recoge sus ganancias, y mirando a Serafín dice: “y de los que matasteis , de los paseíllos ¿no les cuentas nada? Habrase visto con los comunistas …”. Cipriano agarró a su abuelo de un brazo y eso bastó para inmovilizar sus  escasas fuerzas. Aún así, airado respondió “¡yo soy anarquista coño! ¡que sabrás tu de lo que pasó!”. Alterado, rojo como un tomate, comenzó a cantar “negras tormentas agitan los aires…”. En la radio la Pantoja competía con Serafín, que extenuado vio como la multitud terminaba uniéndose a él repitiendo “a las Barricadas a las Barricadas…”. El jugador se escabulló como por arte de magia. Serafín lloraba, emocionado y embriagado. Las chicas lo besaban con cariño y un muchacho le alargó un cigarrillo encendido. Tras un par de caladas examinó el cigarrillo y exclamó “que buen sabor que tiene esta grifa…” mientras Cipriano intentaba arrancárselo de las manos. El camarero, solo y desbordado por la inesperada invasión de la Galaxia abrió un par de ventanas para airear el ambiente. Algunos clientes habituales intentaron infiltrarse en el bar pero desistieron. Serafín hablaba por los codos bajo los efectos del hachís y su nieto intentaba contactar con alguien en casa pero nadie contestaba el teléfono. Preocupado y resacoso, rogó al que parecía uno de los cabecillas de la ocupación que vigilase al abuelo mientras iba a buscar a su madre. Ya en la calle consiguió hablar con su padre, que no daba crédito a lo que oía. Algunos minutos después  entraron juntos en el bar, abriéndose paso entre una selva de cuerpos. Serafín disertaba sobre la democracia popular, la autogestión e incitaba a los presentes a votar. Muchos de ellos tenían muy claro que después de los trágicos atentados de Madrid, de la actitud del gobierno, de la rabia y la mala leche reinante había que plantar cara. “Unu bieron, mis petas” dejó ir Serafín ante la sorpresa de su yerno. Hacía mucho tiempo que no utilizaba el Esperanto pero seguía tan fresco  como en su juventud. Un par de chavales creyeron entender que pedía “birras y petas” pero Cipriano les aclaró que “petas” significaba “por favor”. Entre padre e hijo trataron de arrancar al viejo anarquista de la barra del bar con un sinfín de pretextos. No lo consiguieron, así que el nieto se quedó  en espera de acontecimientos. A media mañana alguien propuso una visita a Can Pujol, una vieja fábrica textil del río Ripoll, ocupada por varios colectivos de la ciudad. Serafín había trabajado de aprendiz en sus años mozos y se entusiasmó con la idea. Resignado, Cipriano se metió con su abuelo en una vieja furgoneta. Durante el trayecto les explicó que aquella fábrica había sido un modelo de autogestión y se libró de ser volada por las columnas de Líster en el último momento. La crisis textil acabó con ella en los años setenta, y desde entonces había estado abandonada. Ahora diversos grupos utilizaban algunas de las zonas que todavía quedaban en pié, muy a pesar del Alcaide Bustos.  Durante un buen rato andó en silencio por las desoladas instalaciones.  A las doce casi todo el mundo se había esfumado. Cipriano consiguió finalmente convencer al abuelo. Tenían que ir a casa, tranquilizar a la familia y luego votar. Serafín estaba eufórico, andaba más firme y seguro que su nieto, quien resacoso y cansado intentaba seguir sus pasos. Ya en la Creu Alta tomaron un autobús en el que viajaban algunos inmigrantes sudamericanos y africanos. Una pareja (él magrebí y ella catalana) acomodaban a su bebé frente a ellos. “Ahí está el futuro de la humanidad, en el mestizaje” dijo mirando a Cipriano que asintió con los ojos medio cerrados. Recordó durante el trayecto el Sabadell de su juventud, los desengaños y las alegrías, y le costó reconocerse como parte de este mundo moderno en el que él ya sólo era pasado.  Bajaron delante de l’Ajuntament y emprendieron el último trayecto a pie.  La ciudad estaba llena de pancartas y pósters con las caras de los candidatos y sus eslóganes. Como viejo anarquista no sentía muchas simpatías  por los partidos políticos. Los de derecha eran la bicha para él, pero no podía olvidar el trato que había recibido de  los socialistas y los comunistas a partir de  mayo del 37. Después de mirar algunos de ellos con detenimiento en la Plaça del Gas, Cipriano le preguntó a su abuelo: “¿y usted a quien va a votar?”. Tras unos segundos en silencio, Serafín se sacó un sobre blanco del bolsillo de su chaqueta, lo abrió y le mostró una fotografía de Durruti mientras  decía : “a éste”.

Rafael Jaime

Cork 24-11-2008