Cuatro Pollos
(Como decía el gran Pepe Rubianes, Lorca somos todos)
Quizás porque jamás había matado ni una mosca, al menos de manera consciente, Casimiro se mostró aterrorizado ante aquella idea. Los hombres de la casa estaban casi siempre fuera, ocupados en tareas que él no acababa de entender. Durante las vacaciones de verano la mansión familiar había sido escenario de múltiples encuentros y reuniones, siempre rodeadas de una aureola secreta y tenebrosa. El servicio doméstico apenas sabía nada de lo que estaba pasando, y era su madre la que se encargaba de llevar café y licores al estudio de su padre, siempre que éste recibía visitantes. Alguna vez los había escuchado a escondidas, a través de una de las ventanas que daban al jardín pero nunca vio las caras de aquellos hombres con los que su padre hablaba hasta ya entrada la madrugada. Al principio no entendía que decían, pero los acontecimientos se precipitaron durante la segunda quincena de Julio, sembrando Sevilla de sangre, terror y caos. Aquellas sesiones clandestinas formaron parte del plan de conquista de la capital andaluza. Ahora veía en su casa, a plena luz del día, los rostros de algunos de los misteriosos visitantes. Militares, Falangistas, Religiosos y otras personas de “orden” frecuentaban abiertamente los dominios de aquel aristócrata y Grande de España. Casimiro veía muy poco a su padre y a sus hermanos mayores, ya que estos formaban parte de la nueva “administración”. Él, que todavía vestía pantalón corto, siempre había sido protegido por su madre, que lo mimaba por ser el menor de sus vástagos. Se lo consentía casi todo menos el descuido de sus deberes religiosos. Durante los primeros días del golpe, los disparos y las explosiones le daban miedo, pero ya entrado el mes de agosto sólo se oían descargas lejanas casi todas las noches. Su padre se jactaba de lo limpia que estaba quedando Sevilla de indeseables y de como estaban eliminando a la chusma. De vez en cuando su madre escuchaba con admiración las arengas nocturnas de Queipo de Llano desde los micrófonos de Unión Radio Sevilla, pero a él le resultaba difícil comprender su jerga intimidatoria, despótica y cuartelera. Educado en la más estricta disciplina religiosa, no entendía como se estaban infringiendo algunos de los mandamientos de la iglesia católica. Recordaba las clases con los hermanos Maristas, los largos rezos, los castigos sufridos por utilizar palabrotas, las largas horas de estudio de historia sagrada y los sermones. Apenas salía a la calle pero sabía algo de lo que pasaba por las conversaciones sigilosas que los sirvientes mantenían en la cocina. Por ellos supo de la muerte en una barricada de Triana, de Matías, un joven carnicero que se encargaba del reparto de huevos y pollos a las familias acomodadas de la zona. Lo había visto muchas veces en la casa, flirteando con alguna de las sirvientas cuando éste sacrificaba algunos pollos para la familia. Él nunca quería ver la muerte de los animales, le daba terror ver la sangre derramada, los estertores arrítmicos y finalmente los cadáveres. Y ahora, según su padre, tendría que convertirse en un hombre, y ser capaz de matar con sus propias manos los pollos que antes sacrificaba el Matías. Esa idea lo mantenía atemorizado y en cuanto alguien hablaba de pollos se le ponía la piel de gallina. Una mañana, de camino a misa con su madre, vio pasar un camión repleto de hombres harapientos y cabizbajos. Se preguntó en voz alta porqué se los llevaban y su madre simplemente le contestó que por rojos. Ya en la iglesia el cura recitó una lista de los mártires caídos por Dios y por España durante el alzamiento en Sevilla pero no había ningún Matías entre ellos. De vuelta a casa se detuvieron durante unos minutos para aplaudir a una columna de Legionarios, a los que seguían de cerca un grupo de Regulares a caballo. Vio sus caras y no entendió nada. Aquella misma noche durante la cena, su padre anunció con alegría que había tenido noticias de sus familiares de Granada y que se encontraban bien gracias a Dios. La ciudad había caído en manos nacionales más fácilmente de lo que habían pensado inicialmente y eso era también una buena nueva. Después de la cena llegó a la casa un militar de alta graduación cuya voz le resultó muy familiar y al que finalmente reconoció cuando soltó una de sus carcajadas al estrechar la mano de su padre. Varios soldados lo acompañaban y dos de ellos transportaban una jaula con cuatro pollos. Su padre agradeció a Queipo por su regalo avícola y le presentó a Casimiro, que blanco como la cal de las paredes sevillanas a penas abrió la boca. Supo, sin que nadie se lo dijera, que aquellos pollos tenían los minutos contados, que los habían traído para que él los sacrificara. Había llegado el momento y a los mayores les pareció apropiada aquella noche. Instantes después sonó el teléfono y su padre se lo pasó al general. “A esos cuatro pollos que les den café, mucho café” dijo giñándole un ojo a su padre. Ya en el patio, y antes de coger al primer pollo boca abajo por las patas y intentando controlar su terror le preguntó a su padre si a sus pollos les iban a dar café, a lo que su padre le contestó que para aquel tipo de pollos con un buen tajo en la garganta bastaba.
Rafael Jaime Moreno
Cork 16-8-09
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