A LAS BARRICADAS
Serafín se levantó tan temprano aquel domingo que se sorprendió de la frenética actividad que bullía por las calles al amanecer, sobre todo en el bar Galaxia, donde los madrugadores y los trasnochadores del barrio coincidían en sus primeros cafés o en sus últimas copas. Se enfundó con algunas dificultades en un jersey de lana roja y un traje de pana negra, anudó sus zapatos, y tras revisar sus bolsillos y meter un sobre blanco en uno de ellos, se sintió listo para la acción. A sus ochenta y nueve años solía abandonar la calidez de su cama a eso de las diez y media, pero la excitación que le producía la jornada y los recuerdos, lo habían mantenido en vilo toda la noche y por eso ya estaba en la Galaxia a las seis y media. Sólo el perro lo vio salir de casa, abrigado y con la boina calada, pero ni su hija ni su yerno se despertaron. Los años y los achaques habían hecho mella en su salud pero no renunció nunca a sus esporádicas copitas ni a los cigarrillos, que fumaba a escondidas, lo que provocaba la ira de sus hijos y los sermones de su médico de cabecera. Se tomó un cortado mientras ojeaba la portada de La Vanguardia y recordó la primera y última vez en que acudió a las urnas, en febrero del treinta y seis. Jamás hubiera manoseado aquel periódico entonces, pero ahora ya poco importaba. La televisión mostraba imágenes de las últimas detenciones efectuadas por la policía, Ángel Acebes balbuceaba algo incomprensible ya que tras la barra del bar un molinillo de café ahogaba sus palabras (que alivio) y una voz entrecortada anunciaba el programa que a partir de las ocho de la noche iría proporcionando los primeros resultados electorales provisionales. Encendió un pitillo y vio entrar a su nieto, que a su pesar pertenecía al colectivo de los trasnochadores. Y eso al él, que había trabajado tanto y que había luchado por la libertad con el sindicato, en las calles de Barcelona, en los frentes de batalla, en el exilio y en las cárceles, le revolvía a veces el estómago. Pero el chaval, aunque estaba pasando una mala temporada, era buena persona. “¿Que hace aquí tan temprano abuelo?” le preguntó después de besarlo y quitarle furtivamente el paquete de Ducados. Serafín lo miró a los ojos (desorbitados e inflamados por el alcohol y la falta de sueño) y le espetó: “¡Sacarte las castañas del fuego, joder!”. Cipriano se echo atrás sorprendido y le preguntó de que castañas y de que fuego estaba hablando. “Invítame a un carajillo y te lo explico” le dijo mientras tosía levemente. Tras tomarse el carajillo en un sólo un trago y pedir un choreoncillo de Veterano “para limpiar el vaso” empezó a hablar de manera tranquila pero solemne. Había decidido votar por primera vez para fastidiar al tío del bigote y a sus secuaces. Ya no vería una revolución que transformase el mundo, a su edad, pero seguían mandando los hijos y los nietos de los mismos contra los que él había luchado y quería pararles los pies. A su alrededor se formó un corro variopinto de adolescentes botelloneros y otras tribus, cazadores en traje de revista y ciclistas depilados que escuchaban sus palabras entre cachondeos y silencios expectantes. Serafín no se dio cuenta y siguió hablando, mientras tosía y le mostraba su vaso vacío al camarero, un joven ecuatoriano que parecía el único ausente en medio de aquel anárquico alegato. “Yo estuve en Madrid con Durruti, y más tarde con Cipriano Mera luchando contra los fascistas”. Los ciclistas y los cazadores empezaron a desfilar por la puerta y uno de ellos se atrevió a decir “No le deis más de beber al viejo” entre risas cómplices de sus compinches. Serafín interrumpió sus palabras y le lanzó una mirada fría y desafiante, y después de indicarle con un dedo su próximo destino pidió un cigarrillo a una de las jóvenes que estaba alrededor. Cipriano, su nieto claro está, nada que ver con Mera, intentó calmarlo y llevárselo a casa pero Serafín no estaba para monsergas. En las caras de aquellos adolescentes (que lo escuchaban con creciente admiración) veía a sus antiguos camaradas, a sus amigos de la calle, a su mujer, a una de sus novias, a sí mismo. Siguió hablando, casi narrando su propia vida y la propia historia, la de aquel verano tiempo atrás en que entre el miedo y el caos brotó, de manera efímera, una ilusión colectiva que recorrió las calles de Barcelona fusil en mano. “Colectivizamos la fábricas, los comercios, las tierras” tosió escandalosamente y añadió “¡Si hasta el hotel Ritz era un comedor popular!” Los teléfonos móviles ardían en las manos de algunos miembros de aquel improvisado auditorio. Unos de los textos decía: “ven a la Galaxia, hay un viejo que explica cosas increíbles. Pásalo.” A las ocho de la mañana el bar empezó a quedarse pequeño. Chaquetas de cuero negro, orejas con diez pendientes, pelos puntiagudos, ocupas, bicicletas amontonadas en la calle, bocadillos de lomo y de tortilla, cafés con leche, magdalenas, cervezas y carajillos. Un hombre que introduce monedas a destajo en la máquina tragaperras se toma un respiro mientras recoge sus ganancias, y mirando a Serafín dice: “y de los que matasteis , de los paseíllos ¿no les cuentas nada? Habrase visto con los comunistas …”. Cipriano agarró a su abuelo de un brazo y eso bastó para inmovilizar sus escasas fuerzas. Aún así, airado respondió “¡yo soy anarquista coño! ¡que sabrás tu de lo que pasó!”. Alterado, rojo como un tomate, comenzó a cantar “negras tormentas agitan los aires…”. En la radio la Pantoja competía con Serafín, que extenuado vio como la multitud terminaba uniéndose a él repitiendo “a las Barricadas a las Barricadas…”. El jugador se escabulló como por arte de magia. Serafín lloraba, emocionado y embriagado. Las chicas lo besaban con cariño y un muchacho le alargó un cigarrillo encendido. Tras un par de caladas examinó el cigarrillo y exclamó “que buen sabor que tiene esta grifa…” mientras Cipriano intentaba arrancárselo de las manos. El camarero, solo y desbordado por la inesperada invasión de la Galaxia abrió un par de ventanas para airear el ambiente. Algunos clientes habituales intentaron infiltrarse en el bar pero desistieron. Serafín hablaba por los codos bajo los efectos del hachís y su nieto intentaba contactar con alguien en casa pero nadie contestaba el teléfono. Preocupado y resacoso, rogó al que parecía uno de los cabecillas de la ocupación que vigilase al abuelo mientras iba a buscar a su madre. Ya en la calle consiguió hablar con su padre, que no daba crédito a lo que oía. Algunos minutos después entraron juntos en el bar, abriéndose paso entre una selva de cuerpos. Serafín disertaba sobre la democracia popular, la autogestión e incitaba a los presentes a votar. Muchos de ellos tenían muy claro que después de los trágicos atentados de Madrid, de la actitud del gobierno, de la rabia y la mala leche reinante había que plantar cara. “Unu bieron, mis petas” dejó ir Serafín ante la sorpresa de su yerno. Hacía mucho tiempo que no utilizaba el Esperanto pero seguía tan fresco como en su juventud. Un par de chavales creyeron entender que pedía “birras y petas” pero Cipriano les aclaró que “petas” significaba “por favor”. Entre padre e hijo trataron de arrancar al viejo anarquista de la barra del bar con un sinfín de pretextos. No lo consiguieron, así que el nieto se quedó en espera de acontecimientos. A media mañana alguien propuso una visita a Can Pujol, una vieja fábrica textil del río Ripoll, ocupada por varios colectivos de la ciudad. Serafín había trabajado de aprendiz en sus años mozos y se entusiasmó con la idea. Resignado, Cipriano se metió con su abuelo en una vieja furgoneta. Durante el trayecto les explicó que aquella fábrica había sido un modelo de autogestión y se libró de ser volada por las columnas de Líster en el último momento. La crisis textil acabó con ella en los años setenta, y desde entonces había estado abandonada. Ahora diversos grupos utilizaban algunas de las zonas que todavía quedaban en pié, muy a pesar del Alcaide Bustos. Durante un buen rato andó en silencio por las desoladas instalaciones. A las doce casi todo el mundo se había esfumado. Cipriano consiguió finalmente convencer al abuelo. Tenían que ir a casa, tranquilizar a la familia y luego votar. Serafín estaba eufórico, andaba más firme y seguro que su nieto, quien resacoso y cansado intentaba seguir sus pasos. Ya en la Creu Alta tomaron un autobús en el que viajaban algunos inmigrantes sudamericanos y africanos. Una pareja (él magrebí y ella catalana) acomodaban a su bebé frente a ellos. “Ahí está el futuro de la humanidad, en el mestizaje” dijo mirando a Cipriano que asintió con los ojos medio cerrados. Recordó durante el trayecto el Sabadell de su juventud, los desengaños y las alegrías, y le costó reconocerse como parte de este mundo moderno en el que él ya sólo era pasado. Bajaron delante de l’Ajuntament y emprendieron el último trayecto a pie. La ciudad estaba llena de pancartas y pósters con las caras de los candidatos y sus eslóganes. Como viejo anarquista no sentía muchas simpatías por los partidos políticos. Los de derecha eran la bicha para él, pero no podía olvidar el trato que había recibido de los socialistas y los comunistas a partir de mayo del 37. Después de mirar algunos de ellos con detenimiento en la Plaça del Gas, Cipriano le preguntó a su abuelo: “¿y usted a quien va a votar?”. Tras unos segundos en silencio, Serafín se sacó un sobre blanco del bolsillo de su chaqueta, lo abrió y le mostró una fotografía de Durruti mientras decía : “a éste”.
Rafael Jaime
Cork 24-11-2008
1 comentari:
Gràcies per recordar-nos aquesta entranyable historia.
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