Cuando el abuelo nos habló por primera vez de la botella faltaban pocos días para la muerte de Franco. Aquella noche durante la sobremesa y después de debatir sobre la salud, o mejor dicho, sobre cuando iba a estirar la pata el Caudillo, el abuelo empezó a explicarnos una historia que jamás habíamos oído. El nueve de febrero de 1939 un grupo de soldados y mecánicos de la aviación republicana partieron de Portbou camino de la frontera en Cervera de la Marenda, entre ellos mi abuelo. El brillo en sus ojos alumbraba la narración y casi nos pareció ver aquella interminable fila de fugitivos de camino al exilio. Dejaban atrás todo cuanto poseían, sus ilusiones y sus recuerdos, sus familias y la tierra, si es que alguna vez la poseyeron. Aquella mañana fría de febrero iba a ser la última en tierras catalanas para muchos de ellos. Ya cerca del puesto fronterizo un aviador ruso descorchó una botella de coñac y la fue pasando de mano en mano hasta quedar vacía. El abuelo saboreó su trago con amargura mientras miraba atrás por última vez. Lloró como tantos otros, en silencio, a escondidas, hasta que aquel aviador se le acercó y le ofreció un cigarrillo. Mientras fumaban, el aviador le alargó una botella de coñac al abuelo y le propuso guardarla para celebrar el día en que el dictador muriese. La metió en el bolsillo interior de su abrigo y tras un abrazo se despidieron. Nunca supo su nombre pero jamás olvidó su cara. Al llegar a la frontera entregó su fusil y su munición a los gendarmes y se convirtió en uno más de los refugiados. Pasó semanas en los campos de concentración y comprobó como tantos otros la hospitalidad francesa. Resistió la tentación de abrir la botella varias veces, con la ilusión de hacerlo en el momento apropiado. Aquella botella se convirtió en un símbolo y fue lo único que trajo consigo al volver al pueblo tras una larga odisea varios meses después. Pasaron los días y los años, y el dictador seguía vivito y coleando con la ayuda de Dios y las potencias occidentales. De vez en cuando se encerraba en el cobertizo y miraba la botella como quien mira a un ídolo prohibido. Con los años su pelo se tornó gris como la etiqueta del coñac, descolorida por el paso del tiempo.
Después de aquella larga sobremesa desapareció durante unos minutos para volver con la botella en sus manos. La dejó en la mesa y la miramos largamente sin abrir la boca. La mañana siguiente los rumores sobre la muerte del Caudillo crecían como las setas en otoño, sin parar. En casa, la televisión (con su único canal) no paraba de emitir partes informativos del equipo médico habitual mientras el abuelo sintonizaba La Pirenaica con su viejo transistor. Dos días más tarde, mientras mamá preparaba la cena vi como el abuelo acariciaba la botella y tatareaba “Volver” de Gardel. Aquella noche interrumpieron la programación televisiva por obra y gracia del estado de salud del Generalísimo. Papá y el abuelo se miraron y se instalaron cerca del transistor mientras para mi sorpresa aparecía en pantalla la película “Objetivo: Birmania”. Mamá y mi hermana mayor se fueron a la cama y aunque mi padre nunca me dejaba quedar hasta tarde frente al televisor, aquella noche aproveché la situación para camuflarme en el sofá entre explosiones en blanco y negro. Aquellos soldados americanos me recordaron al abuelo en su huida a Francia. La Pirenaica mantuvo entretenidos a los adultos hasta que terminó la película y me mandaron a dormir. Ellos pasaron la noche en vela esperando la noticia entre cafés y cigarrillos. Por la mañana a eso de las siete me despertó mi madre para decirme que Franco había muerto y que las escuelas estaban cerradas. En el comedor, el abuelo y mis padres desayunaban cuando entró mi hermana con el Diario de Barcelona; lo devoramos. Papá se fue a trabajar y los demás nos quedamos en casa. La televisión emitió a media mañana el mensaje lacrimógeno de Arias Navarro. Mamá empezó a llorar, pero no por la muerte del dictador sino por la aparición en pantalla del Carnicero de Málaga, responsable de la tortura y el asesinato de entre otros su padre, maestro y libertario convencido de Antequera. La abuela murió en aquella fatídica carretera de la costa malagueña durante uno de los ataques aéreos que azotaban las columnas de refugiados. Mamá y su hermana mayor escaparon y fueron acogidas por una familia de Barcelona, de donde ya nunca más se moverían. El abuelo la abrazó mientras en silencio me asomé a la calle. Los niños jugaban ajenos a la importancia del momento y los adultos disimulaban las emociones en público. Aquel día la expectación y la incertidumbre sobre el futuro flotaba en el aire. Ya por la noche, el abuelo hizo honor a su promesa. Después de la cena nos pasamos uno por uno la botella antes de abrirla. La etiqueta era irreconocible tras treinta y seis años, aunque el lacre rojo que sellaba el corcho parecía recién hecho. Las recias manos del abuelo abrieron la botella y la dejó unos minutos sobre la mesa. Tras las oscuridad del vidrio se escondía un elixir cuyo aroma se expandió por el comedor de manera casi inmediata. Llenamos unas pequeñas copas de cristal y brindamos por aquel aviador, por nosotros, por los que no estaban, por Catalunya, por la República y la Libertad, entre pequeños tragos de un licor que el paso del tiempo había transformado en exquisito. No recuerdo risas pero si sonrisas relajadas. Tampoco recuerdo mucho más porque entre los cinco dimos cuenta de la botella, y la mañana siguiente experimenté mi primera resaca. El abuelo aceptó a regañadientes la transición y la monarquía. Por eso compró una botella de coñac y se la entregó a mi padre antes de morir aquel verano del setenta y ocho. Los días, como los años, pasaron entre ilusiones y decepciones. Mi padre guardó su botella con la esperanza de la vuelta de la República, (como le prometió a su padre), o quizás secretamente, anhelando la llegada de un mundo mejor. Lo cierto es que nunca pudo abrir su botella ya que murió súbitamente el pasado otoño. Ahora yo tengo la botella en una estantería, acumulando el polvo y los años a la espera de algo digno que celebrar.
Rafael Jaime i Moreno
Cork 11-8-08
Después de aquella larga sobremesa desapareció durante unos minutos para volver con la botella en sus manos. La dejó en la mesa y la miramos largamente sin abrir la boca. La mañana siguiente los rumores sobre la muerte del Caudillo crecían como las setas en otoño, sin parar. En casa, la televisión (con su único canal) no paraba de emitir partes informativos del equipo médico habitual mientras el abuelo sintonizaba La Pirenaica con su viejo transistor. Dos días más tarde, mientras mamá preparaba la cena vi como el abuelo acariciaba la botella y tatareaba “Volver” de Gardel. Aquella noche interrumpieron la programación televisiva por obra y gracia del estado de salud del Generalísimo. Papá y el abuelo se miraron y se instalaron cerca del transistor mientras para mi sorpresa aparecía en pantalla la película “Objetivo: Birmania”. Mamá y mi hermana mayor se fueron a la cama y aunque mi padre nunca me dejaba quedar hasta tarde frente al televisor, aquella noche aproveché la situación para camuflarme en el sofá entre explosiones en blanco y negro. Aquellos soldados americanos me recordaron al abuelo en su huida a Francia. La Pirenaica mantuvo entretenidos a los adultos hasta que terminó la película y me mandaron a dormir. Ellos pasaron la noche en vela esperando la noticia entre cafés y cigarrillos. Por la mañana a eso de las siete me despertó mi madre para decirme que Franco había muerto y que las escuelas estaban cerradas. En el comedor, el abuelo y mis padres desayunaban cuando entró mi hermana con el Diario de Barcelona; lo devoramos. Papá se fue a trabajar y los demás nos quedamos en casa. La televisión emitió a media mañana el mensaje lacrimógeno de Arias Navarro. Mamá empezó a llorar, pero no por la muerte del dictador sino por la aparición en pantalla del Carnicero de Málaga, responsable de la tortura y el asesinato de entre otros su padre, maestro y libertario convencido de Antequera. La abuela murió en aquella fatídica carretera de la costa malagueña durante uno de los ataques aéreos que azotaban las columnas de refugiados. Mamá y su hermana mayor escaparon y fueron acogidas por una familia de Barcelona, de donde ya nunca más se moverían. El abuelo la abrazó mientras en silencio me asomé a la calle. Los niños jugaban ajenos a la importancia del momento y los adultos disimulaban las emociones en público. Aquel día la expectación y la incertidumbre sobre el futuro flotaba en el aire. Ya por la noche, el abuelo hizo honor a su promesa. Después de la cena nos pasamos uno por uno la botella antes de abrirla. La etiqueta era irreconocible tras treinta y seis años, aunque el lacre rojo que sellaba el corcho parecía recién hecho. Las recias manos del abuelo abrieron la botella y la dejó unos minutos sobre la mesa. Tras las oscuridad del vidrio se escondía un elixir cuyo aroma se expandió por el comedor de manera casi inmediata. Llenamos unas pequeñas copas de cristal y brindamos por aquel aviador, por nosotros, por los que no estaban, por Catalunya, por la República y la Libertad, entre pequeños tragos de un licor que el paso del tiempo había transformado en exquisito. No recuerdo risas pero si sonrisas relajadas. Tampoco recuerdo mucho más porque entre los cinco dimos cuenta de la botella, y la mañana siguiente experimenté mi primera resaca. El abuelo aceptó a regañadientes la transición y la monarquía. Por eso compró una botella de coñac y se la entregó a mi padre antes de morir aquel verano del setenta y ocho. Los días, como los años, pasaron entre ilusiones y decepciones. Mi padre guardó su botella con la esperanza de la vuelta de la República, (como le prometió a su padre), o quizás secretamente, anhelando la llegada de un mundo mejor. Lo cierto es que nunca pudo abrir su botella ya que murió súbitamente el pasado otoño. Ahora yo tengo la botella en una estantería, acumulando el polvo y los años a la espera de algo digno que celebrar.
Rafael Jaime i Moreno
Cork 11-8-08